35 rue de Sevres, el taller de Corbu

35 rue de Sevres, cien años. Publicacion (buenísima) de la revista ARQUINE del 18 septiembre del 2024.


por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog

Quizá no exista ninguna otra dirección mítica en la arquitectura moderna con el peso del número 35 de la rue de Sèvres , en París. Fue ahí que el 18 de septiembre de 1924, hoy hace 100 años, Le Corbusier estableció su taller, según refiere la fundación que lleva el nombre que Charles Edouard Jeanneret-Gris se diera a sí mismo.

La calle de Sèvres se llamó primero de la Maladrerie, luego de Petites-Maisons, debido a un hospital para leprosos, cerrado bajo Francisco I y en lugar del cual se construyeron las Petites-Maisons. Allí se encerraba a mendigos, gente de malas costumbres y locos; sin embargo el establecimiento se dividió, quedando principalmente un hospital.

Desde 1355 hay noticias del nombre calle o camino de Sèvres , pues era la dirección hacia esa ciudad, al suroeste de París, hoy célebre por la Manufactura Nacional de porcelana que ahí se estableció en 1756 —y que de 1800 a 1847 fuera dirigida por Alexandre Bronginart, entre otras cosas, hijo de arquitecto, químico y mineralogista, y colaborador de Georges Cuvier, con quien realizó estudios pioneros en la estratigrafía, como su “Corte teórico de la cuenca parisina”— y la Oficina Internacional de Pesos y Medidas, fundada en 1875, donde se conservan los “patrones universales” del metro y del kilogramo.

Fue poco después de 1821 que la Compañía de Jesús compró los edificios situados en los números 33 y 35 de la rue de Sèvres. Luego añadirían los de los números 37 y 43. Entre 1855 y 1858 se construyó la iglesia de San Ignacio a la que seguirá la de un claustro. El último edificio construido en esos terrenos por los jesuitas, tras una complicada historia de expulsiones y regresos de la Compañía en Francia, fue un centro de estudios inaugurado en 1974.

José Ramón Alonso Pereira escribe que fue Winaretta Singer-Polignac quien, a inicios del verano de 1924, ofreció a Le Corbusier la posibilidad de instalar su estudio, “en condiciones muy ventajosas”, en “un espacio secundario que ocupaba la galería de uno de los lados claustrales de la Residencia de los jesuitas.” También cuenta que, tanto el templo de San Ignacio como el edificio de la residencia fueron proyecto de Jean-Maggior Torunesac, “arquitecto diocesano luego jesuita, que siguió el estilo ojival de la catedral de Le Mans.” De Winaretta Singer-Polignac escribe:

Era hija del célebre industrial americano Isaac Merrit Singer, cuyo nombre fue emblema de la máquina de coser. Nacida en Nueva York, vivió en Inglaterra y en París, donde aprendió a pintar y se interesó por las creaciones impresionistas, así como por los prerrafaelitas ingleses, admirando en ellos su tentativa de fusión entre literatura, filosofía, religión e historia. Se casó a los 22 años con Louis de Scey-Montbéliard y luego con el príncipe Polignac, cuya unión estuvo basada en un respeto mutuo y una gran amistad artística, en especial por la música.

Los salones de su casa del Trocadèro -decorados por el célebre José María Sert, tío del arquitecto José Luis Sert, luego aprendiz de Le Corbusier– fueron conocidos como un importante centro musical de vanguardia. Los mejores intérpretes de su tiempo tocaron ahí: Gabriel Fauré, Claude Debussy, Eric Satié, Maurice Ravel, Igor Stravinsky, Arthur Rubinstein, Manuel de Falla, etc.

Es sabido que muchas de las evocaciones de Marcel Proust sobre la cultura de la época nacieron de su asistencia a esos conciertos en el salón de los Polignac. Winaretta Singer usó también su fortuna para el fomento de las artes y las ciencias, con una manifiesta componente social ligada a su cristianismo militante. En particular, fue mecenas del Armée de Salut, 49 patrocinando los proyectos de Le Corbusier: el anexo del Palais du Peuple (1926-27), el Asilo flotante (1930) y la Cité de Refuge (1929-33). 

Alonso Pereira subraya el interés de Le Corbusier por nombrar a su lugar de trabajo “taller” y no “agencia de arquitectura”, como se acostumbraba —así se llamaba la de Perret, con quien trabajó— u “oficina”, inclinándose por el uso de “atelier” por artistas.

Sobre el espacio en sí, Alonso Pereira escribe: «Con una altura de 4 metros, el local medía 41 metros de largo por 3.50 de ancho. Es decir, tenía una proporción 1 a 12, proporción muy ingrata que sólo tenía parangón con una obra en la historia de la arquitectura: la galería que conforma el acceso a los palacios vaticanos definiendo el brazo recto de la plaza de San Pedro de Bernini, obra admirada por Le Corbusier unos pocos años antes, en el curso de su segundo viaje a Roma con Ozenfant en el verano de 1921. En ella puede verse un antecedente más o menos claro del atelier de Sèvres como espacio arquitectónico». 

«Situada en el primer piso del cuerpo conventual, no era fácil encontrar el local del atelier. El proceso de acceso era el siguiente. Común con la de la iglesia, la entrada a él desde la calle era un atrio iluminado por una claraboya, con puertas abiertas en todas direcciones. La única indicación del atelier era una pequeña placa azul con un letrero manuscrito en rojo: “Atelier Le Corbusier, primer piso al fondo del corredor”. Abierta la puerta de la derecha, se pasaba al corredor septentrional del claustro, iluminado por la luz del sur, que llevaba a su fondo hasta una escalera de madera que ascendía al primer piso. Una vez subida la escalera se cruzaba la puerta del santuario. Un mural fotográfico y una puerta negra daban paso al atelier».» 

«Diez altas ventanas daban sobre el claustro y sus árboles centenarios. En 1924 Le Corbusier cerró los dos extremos del local con muros de ladrillo. En los primeros tiempos, el atelier sólo estaba amueblado con algunas sillas y mesas de dibujo sobre caballetes, sin ningún orden, y el equipamiento se reducía al estrictamente necesario: un teléfono y una estufa, pues la galería no tenía calefacción. Luego se acondicionaron algunas pantallas para que Le Corbusier pudiese tener un rincón personal 53 para recibir».

En cuanto al espacio, el atelier se organizaba en tres tramos concatenados. El primero era un cuerpo oscuro, sin iluminación natural, donde se encontraban las zonas de acceso, almacén y copia de planos, control y secretariado, seguida por los pequeños despachos de Le Corbusier y, en su momento, del jefe de atelier, tras los cuales se abría al atelier propiamente dicho, con las mesas y tableros de dibujo, al fondo del cual se hallaría desde 1947 un gran mural pintado por Le Corbusier

A la entrada, un vestíbulo reducido, a cuya izquierda se puso el vestuario y la copiadora de planos, disimulada por archivadores, y luego la oficina del secretariado que controlaba la entrada. Detrás se encontraba el pequeño bureau de Le Corbusier, un despacho de 2.59 × 2.26 × 2.26: un ‘volumen patrón’ que daba expresión plástica a los conceptos del Modulor, cuya publicación se preparaba por entonces. Este bureau mítico era como un cabanon, una arquitectura interior dentro de una arquitectura envolvente. 

Otra descripción, menos objetiva, quizá, pero sin duda más cercana, es la que hizo Charlotte Perriand: «…Mis pasos me llevaron regularmente a la rue de Sèvres hasta 1937. Mi papel, inesperado, fue el de colaborar como asociada de Le Corbusier y Pierre Jeanneret en el desarrollo de su programa de mobiliario: “cajoneras, sillas y mesas”, que habían anunciado en 1925 en el pabellón del Esprit Nouveau, para continuar su estudio y asegurar la ejecución de los prototipos por mis artesanos, pero también para iniciarme en la arquitectura, como yo quería, porque todo está vinculado. Trabajar en este antiguo convento, hoy derribado, era un privilegio. Era un lugar inspirado. Pasada la caseta del conserje, entramos en un amplio pasillo para subir el primer tramo de escaleras. Arriba a la izquierda estaba la entrada al taller. Una vez atravesada la puerta, nos encontramos en un vasto campamento. Una cuerda recorría una pared interminable donde los dibujos colgaban de pinzas para la ropa».

Las altas ventanas daban al patio del convento. En el centro del taller, una solitaria estufa de leña. Ninguna oficina secreta independiente. El correo se colocaba sobre una de las mesas de dibujo. Todos podrían leerlo. En verano oíamos cantar a los pájaros, en invierno nos moríamos de frío (entonces me envolvía las piernas en papel de periódico para no sentir que se me congelaban los pies). Pensemos en esta época heroica, pionera y sin dinero, con tan pocos medios, pensemos en todos estos proyectos arquitectónicos o urbanísticos nunca realizados y sin embargo cuidadosamente estudiados, que van mucho más allá del objeto mismo, proyectos en relación con el hombre, en armonía con él, de acuerdo con sus tiempos. Porque, después de todo, ¿por qué nuestro trabajo sino ese? El resultado es visible y experimentado. Puede hacer feliz o infeliz al hombre, según su concepción honesta. Crea el nido del hombre y el árbol que lo sustentará. Terminamos creyéndolo.

Chicos, jóvenes, entusiastas, procedentes de las mejores escuelas, de todo el mundo, estaban allí, no sólo por la arquitectura, sino por Corbu, por su forma de resolver todos los problemas, por su aura. Corbu había elegido Francia para expresarse, pero Francia no lo había adoptado. Reinaba el academicismo. El rechazo del otro era mutuo, la lucha, incluso injusta, era necesaria. Corbu nunca habría aceptado a un estudiante de la Escuela de Bellas Artes en este estudio de la rue de Sèvres: sus dibujos eran malos, sus mentes estaban distorsionadas. Esta fue una de las razones por las que prefirió contratar a Jean Bossu, cuya motivación era ser arquitecto y que trabajaba como estibador nocturno en Les Halles. Sin embargo, Corbu no le ahorró sus críticas, como nos hizo a nosotros mismos, e incluso su mal humor, hasta el día en que Bossu nos dejó para ejercer su profesión en total libertad. En esta Torre de Babel hablábamos todos los idiomas, el francés mal, pero hablábamos el mismo idioma. Nos ayudábamos con las frecuentes “repentinas”, no éramos muchos. Aquellos días, la efervescencia empezaba tras la salida de Corbu, a las ocho de la tarde.

Corbu salió por última vez del 35 de la rue de Sèvres el miércoles 28 de julio de 1965. El atelier cerró por vacaciones y Le Corbusier partió a descansar en su cabanon de Cap Martin. El viernes 27 de agosto, Le Corbusier murió mientras nadaba en el Mediterráneo. Alonso Pereira escribe: sus restos volvieron a París, al atelier de Sèvres, abierto por última vez para recibirle.

La Vanguardia, 28 de agosto de 1965.

El arquitecto que acaba de morir ha sido en los años de entreguerras un fabuloso enterrador de conceptos, de formas, de masas, de ornatos… Fue un triunfador y un fracasado más o menos oficial. Recordemos a propósito de ello el palacio de la Sociedad de Naciones, en estilo dieciochesco que tan feliz hizo a los conservadores al presenciar cómo el proyecto de Le Corbusier era postergado por demasiado audaz. Pero el creador de la arquitectura racional hubo de decir en aquel trance unas palabras profundas «…El Palacio de las Naciones no es ya, como se pretendía, una máquina de trabajo, sino un mausoleo representativo de todo lo terriblemente inútil e incapaz de evolucionar que representa una Academia».

Le Corbusier, si conserva su primigenia prestancia, lo debe simplemente al hecho de no haber construido jamás un mausoleo. A. R. ©Hemeroteca Diario La Vanguardia de Barcelona.

Ver Sketches de Le Corbusier https://onlybook.es/blog/sketches-de-le-corbusier-viaje-a-oriente-y-burdeles-de-paris/

Ver El Modulor https://onlybook.es/blog/el-modulor-de-le-corbusier/

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