Galería y Residencia de Arquitectura 1ª parte
Ellos
Por Edgardo C. Freysselinard (1)
(Gracias Edgardo por tu autorización a publicarlo).
@chesterfrey
Ese día había tratado de dormir hasta tarde.
La noche anterior la había pasado yendo y viniendo, intentando descifrar los ruidos y las luces que se filtraban a través de las grandes ventanas horizontales desde la calle, sin poder descansar, como hacía ya mucho tiempo. Las sombras recorrían la piel de ladrillos de vidrio en distintas formas.
Lo único cierto que sabía era que la modelo llegaría a media mañana.
Caminé hacia la escalera. Antes de bajar para hacerme un café en el bar-cocina, desde la baranda metálica que ondeaba sobre el vacío de la doble altura divisé mi atril en el rincón más luminoso del atelier. Su estructura de madera avejentada sostenía mi última obra. Los colores que estaban impresos en la tela se encontraban definidos dentro un sector específico del círculo cromático.
El blanco dominaba gran parte de los volúmenes que se atrasaban y se adelantaban según los planos.
Las partes oscuras dependían directamente de los grises saturados.
La figura angelada retratada se recostaba entre almohadones de chintz y satén morados, sobre un chaise longue de cuero negro.
Mi saco se encontraba en una de las orejas del único sillón B.K.F. que tenía el lugar, tirado de manera desordenada.
La mesa cuadrada, junto a la pared norte, completaba el austero mobiliario, con dos sillas Thonet claras y contorneadas, de esterilla amarilla, deslucida.
En la esquina sur del estudio, acomodados según el orden cronológico descansaban más de mis cuadros, a la espera de un marchand francés que nunca llegaba, siempre de viaje y con obligaciones previas, cosas que lo hacían inviable.
Mi vida pasaba entre esas paredes, donde mi única comunicación con el exterior eran mis ventanas.
Me sentía seguro y a salvo del mundo entre ellas.
Atravesar la puerta era algo esporádico, sostenido solamente por la necesidad de subsistir. Una alta cristalera hacia el patio verde interior cubría todo con una delicada bocanada de luz, atravesando el desnivel entre mi cuarto y el estar, con sus sillones de género de algodón tejido. Un balcón limitado me daba la perspectiva del vacío angosto, al levantarme de mi cama. Abajo, empotrada en una pared y altamente presente en el espacio, una biblioteca de estructura de madera contenía los volúmenes de colores, que detallaban entre sus hojas gran parte de mi recorrido.
Confieso que el encuentro entre los sofás era mi lugar preferido para descansar y pensar largamente.
Una lámpara de cristal opaco blanco era la única luz, apoyada sobre una mesa baja de madera lustrada, en el ángulo.
En otros tiempos, un tocadiscos portátil sobre un bahiut de estilo escandinavo, alargado y bajo, que completaba el sector, dejaba escapar melodías acarameladas centroamericanas y fragmentos de jazz norteamericano, entre tantos discos acumulados.
El sonido estridente de la cafetera italiana, el gran vapor que comenzó a llenar el espacio y el olor a tostadas me avisaron que el desayuno ya estaba listo. Después de terminarlo, descalzo como estaba, subí de manera acompasada la escalera caracol escultural, definida por una piel metálica continua y suave, de escalones perforados, hacia el entrepiso. Debía tomar una ducha y afeitarme de manera urgente. Los minutos pasaban crueles. Laura estaría por llegar. Encendí un cigarrillo negro, del último paquete importado que me quedaba.
A través de las grandes bocanadas de humo intenso pude ver reflejada mi cara en el espejo cuadrado sobre la bacha helada del baño.
Me costó reconocerme. Mi aspecto era muy distante del que solía tener tiempo atrás. Recuerdo que llegué a abrir la ducha. El agua caía de forma estrepitosa. Y ahí, súbitamente, me invadió un dolor profundo que cruzó mi brazo derecho y se clavó en mi pecho, haciéndome caer sobre el piso frío.
Lo último que vi fue el cielorraso que se acercaba cada vez más a mi cara. De reojo divisé, a lo lejos, a la mujer de mi cuadro. Su rostro definido por una sonrisa me hablaba en un idioma que no pude comprender en ese instante final. Estos son los únicos recuerdos que me quedan de mi existencia entre los vivos.
Habito agazapado hace más de cuarenta años entre las sombras de mi estudio de artista reconvertido en una vivienda como un espectro traslúcido y solitario
Su aspecto original fue mutando a través del tiempo, convirtiéndose de a poco en una mascarada grotesca que lo ocultó para siempre. Como intruso permanente, mi hora preferida es el atardecer, cuando las luces se hacen ver desde la calle, cada vez más determinantes, y los últimos reflejos se arrastran por los pisos de madera entablonada descolorida.
Todo estaba envuelto en una serenidad abrumadora hasta que llegaron Ellos, después de un largo tiempo sin nuevos ocupantes.
Aquella mañana, de pronto, mi antiguo taller se llenó de golpes, gritos, polvo y escombros. De a poco, la superposición de materiales, texturas y luces embutidas se derramó sobre el piso ahora descubierto por pequeños sectores. Largas jornadas de trabajo transcurrieron hasta que una tarde, luego de la hora del té desaparecieron.
Pasó más de una semana, y después de una gran limpieza mi antiguo atelier resurgió. Fueron de a poco ingresando muebles cuadros sillones una cama, entre tantos objetos que lo volvieron a la vida logrando recrear su aspecto original Cada noche vuelvo a recorrerlo y a fundirme en un sueño que me transporta al pasado.
Uno de los tantos días alegres de largas visitas de recorridas de charlas y brindis con invitados intermitentes, la noche, insolente, se posó sobre los cristales intempestivamente.
Las luces comenzaban a verse entrecortadas. La calle perdía su vértigo cotidiano, encontrando de a poco el silencio.
Casi al final de la tarde, antes de la partida, uno de Ellos con una pequeña cámara, buscó retratar el momento descubriéndome.
Estaba sentado en la esquina, en el encuentro de los sillones del desnivel, junto a la mesa baja con la esfera de cristal blanco opaco apagada, observándolos.
Recuerdo que no se asustó. Sigilosamente, continuó la conversación con sus amigos, y con un leve movimiento de cabeza se despidió de mí, mirando fijamente la esquina. Luego, atravesó la puerta hacia el patio jardín, perdiéndose.
Mi existir entre bambalinas volvió a tener sentido. La eternidad guardaba para mi otra oportunidad, y esta vez no la dejaría pasar. Como los antiguos caballeros, había recuperado por asalto y para siempre mi castillo ancestral inexpugnable.
Edgardo C. Freysselinard
Notas
1
Edgardo C. Freysselinard (Ciudad de Mendoza 1964)es arquitecto de la Universidad de Buenos Aires y magister en “Historia, Arte, Arquitectura y Ciudad” por la ETSAB
(Universidad Politécnica de Cataluña).
Autor del libro “Fractales de la modernidad” (Bisman Ediciones 2014). Premio Design & Design, Francia 2014.
Coautor junto al Diseñador Gráfico Albano García de “Ambientes de Arquitectura. Fotografías de 50 estudios de Buenos Aires y sus protagonistas” (Bisman Ediciones 2019) y en edición “Swimming in the american way of life. El intenso tiempo de cambios en la ciudad de Mar del Plata a fines de los años 50”. (Bisman Ediciones 2023).
Ex Columnista de la Revista 8,66 2012/2013. Sección “Bibliotecas de Arquitectos”. Profesor invitado en la Revista Arquis Nº 9 “(Dis) locaciones territoriales”- Facultad de Arquitectura 2019. Universidad de Palermo.
Texto “De repente, aquel último verano”. Fundación Tejido Urbano –
Invitación para formar parte del libro “100 Reflexiones en tiempo de pandemia”. Colección Nociones Corales – Buenos Aires – (Bisman Ediciones 2020).
“El flâneur inmortal”. Columnista y Autor 2021/2023 Revista Veredes, España.
Colaborador de Bisman Ediciones desde 2012 a la actualidad. Escribe regularmente crónicas y críticas de arquitectura en prestigiosos medios especializados de la Argentina y del exterior. Actualmente es Profesor Titular ESAD -UM – AR, Profesor Invitado en la Catedra Solsona- Ledesma- Arquitectura I a V-FADU-UBA y Doctorando en Critica de la Arquitectura, de la Universidad Internacional de Barcelona – UIC -School of Architecture.
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