Lucian Freud, Nuevas perspectivas. 6a parte. Manchas y Harapos

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El retrato es un receptáculo para el “yo” fungible y mortal

Más allá del mero registro de rasgos fisonómicos de un personaje, el retrato funciona como un receptáculo, incluso como un refugio para el “yo fungible y mortal”.        

En el lenguaje de la pintura renacentista, un retrato es un “leal souvenir”, el recuerdo fiel de un sujeto ausente.

La frase está inscrita en un parapeto de piedra en el Retrato de un hombre de Jan van Eyck de la National Gallery.

Jan van Eyck (activo en 1422; fallecido en 1441), Retrato de un hombre “Léal souvenir”, 1432. Óleo sobre tabla de roble, 33,3 × 18,9 cm The National Gallery

¿Qué ocurre aquí exactamente y a quién o qué se recuerda?. Y, lo que es más importante,

¿En qué sentido podemos ver con nuevos ojos la producción de Freud si entendemos mejor este retrato del siglo XV de un hombre flamenco desconocido que viste una elegante túnica roja?

Todo en esta imagen parece estar simultáneamente a la vista y oculto. En la superficie curvada del pergamino que sostiene el hombre en su mano derecha se ven unas letras negras, pero el contenido de esas líneas de tinta resulta ilegible. El cuerpo de la figura anónima desaparece bajo la túnica carmesí y el refinado chaperón verde que rodea su cabeza y que se ha vuelto casi negro con el tiempo.

Si bien el descuidado paso del tiempo nos ha privado de la identidad del melancólico personaje, el artista se aseguró de que quedara constancia de su propia presencia en la realización de esta obra.

Escrito en tercera persona, en la elegante caligrafía de los documentos legales de la época, el texto en latín que aparece en la parte inferior del parapeto brillantemente iluminado atestigua su finalización “el 10 de octubre de 1432 por Jan van Eyck”.

Lo siento, pero nunca puedo evitar mencionar que ese día nací, pero varios siglos más tarde”, fin del comentario de Hugo.

Giorgione (activo en 1506; fallecido en 1510), La vieja (La vecchia), hacia 1502- 1508. Óleo sobre lienzo,
68 × 59 cm Gallerie dell’Academia de Venecia

Para complicar aún más las cosas, una tercera inscripción, la críptica frase “tum otheos” (entonces Dios) aparece garabateada con pintura blanca sobre la superficie color crema de la piedra. Las palabras pueden leerse como una plegaria que ha de repetirse en nombre del retratado cuando este ya no pueda hacerlo por sí mismo.

“¿Quizá hay pensamientos similares sobre la brevedad de la vida y la fragilidad de la posteridad en los ojos abatidos del Hombre con camisa azul de Freud o de su Mujer con abrigo de piel? ¿Conectan estos sombríos pensamientos a la joven desnuda reclinada con la pensativa mujer mayor sentada en la butaca de cuero de Gran interior?”.

Los estudiosos han comparado este cuadro con el pequeño paisaje de Giorgione conocido como “La tempestad” (hacia 1508, Gallerie dell’Accademia, Venecia), pero el cuadro que viene a la mente de forma más inmediata es “La vecchia” de Giorgione. “La vieja” del título sostiene en la mano un pequeño trozo de papel con las palabras “col tempo”.

Señalándose a sí misma mientras mira suplicante al espectador con la boca abierta, la mujer nos advierte que “con el tiempo también nosotros envejeceremos”.

Frank Frank Auerbach, 1975-1976 Óleo sobre lienzo, 40 × 26,5 cm

Una alegoría similar del tiempo en la que el arte siempre supera a la vida.

El escritor, artista y arquitecto del siglo XV Leon Battista Alberti lo dejó escrito en un conocido pasaje de su tratado De la pintura (1435): “La pintura tiene en sí una fuerza tan divina que no sólo, como dicen de la amistad, hace presentes a los ausentes, sino que incluso presenta como vivos a los que murieron hace siglos, de modo que son reconocidos por los espectadores con placer y suma admiración hacia el artista…así perviven los rostros de los difuntos mucho tiempo por medio de la pintura”.

Ver http://onlybook.es/blog/3-arquitectos-louis-herman-de-koninck-leon-battista-alberti-y-tom-wright/

El retrato es un recuerdo nostálgico-melancólico

Esta punzada nostálgico-melancólica se percibe quizá con mayor intensidad ante los retratos que Freud hizo de su madre Lucie entre 1972, poco después de morir el padre del pintor, y 1989, último año de vida de su madre.

“Si mi padre no hubiera muerto, nunca la habría pintado. Empecé a utilizarla como modelo porque ella había perdido interés por mí”.

La madre del pintor, 1983. Carboncillo y pastel sobre papel,
33,2 × 24,2 cm Colección privada

Freud que confesó tener una relación conflictiva con su madre, ese boceto, le permitía contemplarlo en los días, meses y años posteriores a su muerte, la recordaba a través de su arte.

El retrato es, pues, tanto un sustituto como un superviviente al que llorar, y de este modo mantiene vivo el fiel recuerdo del cuerpo y de la presencia desaparecida. En esto, Freud se asemeja a la hija nostálgico-melancólica de Butades.

Manchas, paños y harapos

Una reflexión metartística por Paloma Alacó (9)

Lucian Freud y Leigh Bowery imitando las poses del artista y la modelo en la obra de Gustave Courbet El taller del pintor. Fotografía de Bruce Bernard en 1992

“Aparte de un Rembrandt o dos, el autorretrato que adoro absolutamente es el enorme Courbet con la mujer de pie a su lado”, le confesaba Lucian Freud al crítico de arte Sebastian Smee. “Siempre he pensado que era absolutamente maravilloso, porque es a la vez íntimo y prosaico”.

Quizá esta admiración fue lo que le llevó a escenificarlo ante la cámara para su amigo el fotógrafo Bruce Bernard. La fotografía capta un tableau vivant de “El taller del pintor” de Gustave Courbet, minuciosamente preparado.

Gustave Courbet (1819-1877), El taller del pintor.
Alegoría real, determinante de una fase
de siete años de mi vida artística (y moral),
1854-1855. Óleo sobre lienzo,
361 × 598 cm Musée d’Orsay, París

Freud está sentado delante del caballete, repitiendo la misma postura oblicua y forzada del artista francés en el momento de aplicar una pincelada sobre el lienzo inacabado.

A pesar de ser zurdo, sujeta el pincel con su mano derecha para dejarnos claro que se trata de una farsa, Leigh Bowery, desnudo, está situado de pie a su lado tapando parte de su monumental anatomía con una larga sábana blanca -igual que la figura femenina de la pintura original-, parodiando un pudor del que carecía.

En una sola imagen contemplamos el acto creador del artista, la interpretación del fotógrafo al captar una puesta en escena ficticia y nuestra propia experiencia como espectadores. Enseguida reconocemos el escenario que tanto protagonismo adquiere en algunos retratos y desnudos del pintor: el entarimado de madera, varios montones de harapos y, en la pared, una densa costra de empastes de óleo. A la izquierda, sobre una plataforma elevada, cubierta por una alfombra, vislumbramos la silla blanca sobre la que hasta poco antes posaba el modelo para el imponente desnudo de espaldas, al estilo de “La bañista de Valpinçon” de Jean-Auguste-Dominique Ingres (1808, Musée du Louvre, París).

También en el cuadro de Courbet todo es teatral, si bien fue pintado en Ornans, su ciudad natal, el escenario es el austero taller situado en la antigua capilla del colegio de los premonstratenses del número 32 de la rue Haute-Feuille de París.

El friso de personajes reúne todo tipo de gentes de orígenes diversos que jamás se encontraron, pues lo que verdaderamente le importaba al artista era juntar en la misma escena a toda la sociedad contemporánea.

Incluso la modelo desnuda, que parece estar posando para el pintor, no fue pintada del natural sino a partir de una fotografía de Julien Vallou de Villeneuve, y la tela que vemos sobre el caballete no es un desnudo, sino un paisaje.

En definitiva, tal y como señalaba Michael Fried interpretando el larguísimo título del cuadro “El taller del pintor, alegoría real, determinante de una fase de siete años de mi vida artística (y moral)”, Courbet nos presenta una alegoría de su firme voluntad de independencia como artista moderno que crea lo que quiere crear con un realismo categórico”.

“Cuando pinto mi intención es provocar sensaciones al ofrecer una intensificación de la realidad”, explicaba en una de las escasas declaraciones sobre su arte publicadas en la revista Encounter en 1954.

Paños. cubrir y descubrir, velar y desvelar.

Se intuye en la obra de Freud una cierta aspiración a medirse con la gran tradición de la pintura. A finales de 1994, en su exposición en la Dulwich Picture Gallery de Londres, los retratos de Leigh Bowery, Nicola Bateman, Susanna Chancellor y Sue Tilley colgaban junto a Venus, Marte y Cupido de Peter Paul Rubens (hacia 1635), y diez años después, de nuevo sus desnudos se pudieron contemplar en la Wallace Collection de Londres no muy lejos de Perseo y Andrómeda de Tiziano (hacia 1554-1556), dos obras maestras de la tradición del desnudo con paños, un tema directamente relacionado con el juego de cubrir y descubrir, velar y desvelar.

Apoyándose en algunos precedentes históricos, no sólo de Tiziano y Rubens, sino también de Nicolas Poussin, Gustave Courbet, Edgar Degas o Paul Cézanne, artistas a los que veneraba, Freud aborda lo que Gen Doy denominó “el viejo uso de los paños, como tela transformada en arte”.

A su abuelo Sigmund Freud también le gustaban los paños. Su colección de arqueología estaba presidida por una copia del bajorrelieve de la figura de Gradiva, una ninfa de velos al viento que Lucian conocía desde su infancia.

Con el paso de los años, cuando su pincelada se vuelve suelta y empastada, su forma de trabajar siguió siendo precisa, lenta y pausada, y la composición siempre tomaba forma a base de múltiples y sucesivas capas de pintura. Asimismo, comenzó a pintar de pie, moviéndose alrededor de sus modelos, con una proximidad física que le permitía apreciar los más mínimos detalles.

Como Degas, Freud prefería hablar de figuras desvestidas más que desnudas.

Al trasladarse en 1965 a Gloucester Terrace inicia una serie de cuerpos femeninos desvestidos e inmóviles sobre todo tipo de paños que continuarán presentes en toda su obra. El primero fue “Muchacha desnuda” de 1966, que se estira en posición frontal sobre una sábana blanca que es moldeada por la presión del peso del cuerpo, al que seguirán muchos otros como “Muchacha desnuda durmiendo I” de 1967 y “Muchacha desnuda durmiendo II” de 1968, para los que posó Penelope Cuthbertson sobre una colcha color crema, y otros tantos ejemplos hasta llegar a los desnudos colosales de Sue Tilley del periodo final.

Son diferentes mujeres desnudas tumbadas en un desequilibrio que oscila entre la incomodidad y la rigidez, expuestas a la mirada del artista masculino. La mayoría de las veces los cuerpos están captados desde un punto de vista alto, y en ocasiones se acercan al territorio límite de lo impropio. Al igual que Auguste Rodin esculpía anatomías entre- cruzadas a partir de un bloque de mármol, los desnudos sobre paños de Freud a veces adquieren cualidades esculturales y transmiten la tensión existente entre la realidad y la materia, entre lo visual y lo táctil.

Harapos

Tiziano (activo hacia 1506; fallecido en 1576), Baco y Ariadna, 1520-1523. Óleo sobre lienzo, 176,5 × 191 cm The National Gallery, Londres

Antes de su llegada a Inglaterra, Lucian Freud conocía “Baco y Ariadna” de Tiziano por una reproducción que colgaba en el salón de la casa familiar de Berlín, ya en su madurez pudo contemplar el original en sus múltiples visitas nocturnas a la National Gallery.

En esta bacanal de dioses con paños en movimiento, llama nuestra atención un pequeño cúmulo de vestimentas situado a la izquierda en primer plano como remanente del cuerpo que las ha llevado. El mismo montón se repite en “El triunfo de Pan de Poussin” de 1636, también de la National Gallery, o en el ya mencionado “Taller del pintor” de Courbet. Georges Didi- Huberman denomina drapé tombé esas ropas caídas en las que la forma humana ha desaparecido pero que, añade, cobran autonomía como un “magnífico resto…algo así como un paño de tiempo, o la presencia de una ausencia”.

“Me conmueven fantasías que se enroscan” declaraba Freud parafraseando al poeta T. S. Eliot en una entre vista con William Feaver en 1991.

Pero fue a lo largo de la década los años sesenta, coincidiendo con el paulatino uso de grandes empastes aplicados con pinceles gruesos de cerdas duras, que le obligaban a limpiar constantemente la materia acumulada, cuando esos viejos trapos asomaron como motivo pictórico y como recurso visual.

Los vemos por vez primera atravesando el lienzo longitudinalmente como una amenazadora ola en “Hombre pelirrojo en una silla” (1962-1963, colección privada), un retrato de su amigo el artista Timothy Behrens pintado en el estudio de Clarendon Crescent.

El escritor Angus Cook posa desnudo con los brazos en alto y debajo de la cama vemos la cabeza del artista Cerith Wyn Evans. El propio Cook se refería a ellos años después: “Lucian ha mencionado su aspecto acuoso y ondulado”.

En ambas obras el modelo posa junto a un enorme montículo de trapos viejos, con forma de una gran roca o de una cascada de olas, a punto de engullirla.

Michelangelo Pistoletto (nacido en 1933), Venus de los trapos, 1967, 1974 Mármol y textiles,
212 × 340 × 110 cm Tate

Manchas

Hay una curiosa concordia entre el mundo clásico y escultural de los paños y el espacio abstracto y bidimensional de la modernidad, a medio camino entre lo real y lo incierto. Según Richard Shiff las manchas, el desorden y la irregularidad general del entorno del estudio proporcionaron un estímulo continuo a la imaginación visual de Freud”.

Gran interior, Notting Hill, 1998 Óleo sobre lienzo, 215,3 × 168,9 cm

Freud nunca aplicó pinceladas expresivas en sus lienzos, lo que tantas veces haría Francis Bacon, sino que superponía pausadamente pequeñas pinceladas, como sedimentos del paso del tiempo.

Autorretrato, 2002 Óleo sobre lienzo, 44,5 × 53,3 cm Colección Abelló

Al igual que por regla general Freud comenzaba a pintar sus cuadros desde el centro y la pintura iba expandiéndose hacia los extremos, las pinceladas sobrantes también iban creciendo sobre los muros como una abigarrada hiedra vegetal. Si, como hemos mencionado, podríamos considerar los trapos como un resto suspendido en el tiempo que habla de la ausencia del cuerpo, las manchas que cubrían poco a poco las paredes pueden verse como un ente orgánico en crecimiento a partir de la materia sobrante de los des- nudos y los retratos.

Gran interior, W11 (según Watteau), 1981-1983 Óleo sobre lienzo, 186 × 198 cm. Colección privada

También en el estudio de Alberto Giacometti, que fotografió entre otros Brassaï, con los muros cubiertos de manchas blanquecinas, el yeso deja de ser la materia del ideal clásico para convertirse, en palabras de Ángel González, “en la sustancia misma del mundo: un mundo en constante cambio en perpetuo estado de fermentación”.

En definitiva, lo que verdaderamente le interesaba a Freud era descubrirnos la pintura sobre la pintura, su personal reflexión metartística.

Dibujo según Watteau, 1983 Carboncillo y pastel sobre papel,
50,5 × 60 cm Colección privada
Pintora y modelo, 1986-1987. Óleo sobre lienzo, 159,6 × 120,7 cm
Colección privada

Notas

9

Paloma Alarcó, es jefe de conservación de Pintura Moderna en el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza de Madrid.

Ha publicado varios libros sobre la colección del Thyssen y ha comisariado exposiciones sobre la primera modernidad y el retrato moderno, entre ellas: Gauguin y el viaje a lo exótico (2012), Freud/Watteau (2012), Edvard Munch (2015), y Picasso/Lautrec (2017). Alarcó fue Fellow del Clark Art Institute (2010) y del Getty Research Institute (2016). Es miembro del Patronato del Museo Picasso Málaga

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Arquitecto. Argentino/Español. editor. distribuidor de libros ilustrados

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